lunes, 2 de febrero de 2009

La señora que olía mal

Érase una vez una señora que olía mal, por que no se lavaba nunca; y aun así, era aseada.
Por las mañanas al levantarse, se lavaba los pies, los sobacos, las manos y la cara, con un poco de agua, y luego se secaba con una toalla vieja, de color rosa, ya descolorida por el tiempo. Se cambiaba de ropa siempre que podía. En invierno era un poco difícil por que tenía poca ropa y tenia que lavarla a mano, que con el frío, le costaba mucho secarse. El abrigo lo llevaba siempre sucio, por que no podía lavarlo mas que en verano. Ya vestida, se cortaba los pelos de la cara, nariz y orejas. Y se peinaba muy bien, con un peine verde.


Tenía una casa y un poco de dinero, para comer ella, y los gatos que la visitaban.


Estaba muy sola por que nadie quería visitarla por que olía mal, pero los gatos la querían. Le agradecían la comida y su compañía.


Un día, cogió el bolso, una bolsa de tela que encontró un día en la basura y una vieja y sucia bolsa de deporte. Puso allí toda su ropa, y gasto todo el dinero que tenía en un billete de tren.


En el tren, por fin tenía gente a su alrededor. Intentó mantener una conversación con la chica de al lado, pero parecía estar muy ocupada intentando dormir y encontrando la posición correcta.


En las cuatro horas del tren, ella ni se canteó de allí, a veces se dormía, pero el tren era tan incomodo...


Iba a una ciudad, donde vivía una de sus hijas, y se había enterado de que había dado a luz. Iba a conocer a su nieto o nieta.


Al llegar a la estación, se encontró un poco perdida y tardó varias horas hasta que recordó donde debía ir y como podía ir hasta allí. Tuvo que coger otro tren, y esta vez ni si quiera pudo sentarse, por no hablar de poder hablar con alguien.


El viaje fue mucho mas corto.


Había llegado a un pueblo, pero no como en el que vivía ella, este era un pueblo como una ciudad pequeña.


Encontró la calle y la puerta, y tomo aire para coger valor y por fin llamar. De repente la puerta se abrió y las lágrimas brotaron de sus ojos, mientras al otro lado, la persona ponía cara de haberse perdido algo. Por el pasillo apareció una mujer que enseguida reconoció, y que le invitó a pasar. Era su hija.


Dentro, descubrió una jauría de voces y cuatro niños corriendo hacia ella, diciendo:"¡la abuela, la abuela!" La rodearon y abrazaron, y todos a la vez le contaban cosas. Ella no podía estar más emocionada. Se dejo llevar por los niños, que poco a poco se fueron calmando mientras ella conseguía poner orden. Ahora los niños callados y llenos de vergüenza no sabían que decir, y la abuela saco unas pocas monedas que le quedaban y las repartió entre los niños para que comprasen chucherías. Y así, en soledad, pudo disfrutar del último momento de su vida con una gran sonrisa.




Noelia Marín