Los quesos, como la luna, tienen su lado oscuro. La diferencia es que el lado oscuro de los quesos por lo menos se ve. Negro, pero se ve. El de la luna no, simplemente, no se nos muestra.
Cuando le dabas la vuelta al queso, pasaba que no había forma de hincarle el diente. Y, de todas formas, quién demonios hubiera querido, con esa superficie negra como el negro más negro. Pero a Yago se le metió en la cabeza que le apetecía, y ahí estaba. Acercándose el lado oscuro del queso a la boca, una vez, y otra. Y otra más.
Y nada. Que no.
Lo que sucedía es que cuando lo tenía rozando los labios y mordía, era como si diera una mascada al aire. La materia estaba ahí, la tocaba con las manos. Si la acercaba a los labios cerrados, sentía su roce. Pero si mordía, ¡plof!, no había nada.
Ese era el problema con los quesos del revés. Y Yago estaba tan interesado en conseguir morder el lado oscuro del queso porque el lado común que todos conocemos se estaba ya acabando. Y solía suceder que cuando se acababa el lado luminoso del queso, desaparecía el lado oscuro automáticamente. Por eso Yago quería aprender a morder la otra parte del queso. Para sacarle más provecho.
Entonces se le ocurrió la idea.
Pensó que debía tener que ver algo con los colores.
Si el blanco se podía morder, y el negro no, quizá si consiguiera hacer una mezcla de los dos resultara una masa homogénea que poder llevarse a la boca, aunque con menos propiedades nutritivas. Pero algo.
Así que cogió el queso. Le ató una cuerda alrededor y lo cogió por un extremo de la cuerda, dejándolo colgante. Luego, le dio una pasada rápida con la mano para que empezara a girar y a girar, ayudándole para que fuera cada vez más rápido. Hasta que el negro y el blanco se mezclaron en un tono gris.
Luego lo desató.
Probó a hincarle el diente, y comprobó que la idea le había salido bien.
Y aunque le supo un poco más soso de lo normal, se pegó una merienda de agárrate los pantalones.
Y fue mejor que comer perdices.
Daniel Canelo Soria
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